sábado, 20 de noviembre de 2010

memoria

En la cocina olía a té moruno y las yemas de mis dedos conservaban el aroma de la hierba buena. Una brisa que aún pertenecía al otoño entró por la ventana abierta, agitó el avión de juguete con suavidad para después morirse contra mis cabellos. Una caricia de una mano invisible, un olor tan antiguo como mis memorias, que a veces me garantizan que llevo 200 años viva.

Mi abuela, sus manos muy, muy arrugadas, sus palabras sabias susurradas. Aroma de canela y manzana ahogando la hierba buena, otra cocina con techos altos, yo con el corazón desnudo y la cabeza enterrada en su pecho, tan delgado como el mío.

Regresé a mi cocina y hacía mucho frío.

He cogido con mucho cuidado ese corazón desnudo y lo deposité en un cajón del congelador. La brisa volvió a acariciarme y cerrando los ojos he podido ver a mi abuela sonriendo mientras me ayudaba a cerrar la puerta del congelador, muy despacio.

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